Buenavista del Norte, año 1933
Por una calle de tierra, una mujer camina con pasos cansados. Carga sobre su cabeza un manojo de ramas de millo seco. Sus lonas desgastadas levantan el polvo del camino. La mirada perdida, mientras ordena las tareas pendientes. Su cabeza está cubierta con un pañuelo oscuro. Viste un traje desgastado, que le cubre por debajo la rodilla. La rebeca, ya le molesta. Su casa ya no está lejos. Unas voces la siguen.
―¡Mamá…! Jairo me está pegando ―dice María.
―¿Yo…? ¿Qué te he hecho yo? ¡Monamierda! ―dice Jairo enfadado.
―¡Hay…chicos! Qué ya estamos llegando. Cállense que hay vecinos.
Los niños, en silencio, se hicieron muecas, mientras seguían caminando.
Jairo, de apenas nueve años, carga una brazada de millo seco según su tamaño. Su pelo rubio se mezcla con las ramas secas. Sus ojos claros destacan en su piel morena, igual que María, su hermana de siete años.
Sus pasos, los acerca a su casa. Apenas, tres cuartos recién fabricados. No muy lejos, algunas casas similares. Si levantan la vista, la torre de la iglesia cuenta las horas clamando al cielo. Detrás, unas montañas basálticas, guardianes celosos del pueblo de Buenavista. Al otro lado, el Atlántico, que lo mece con cariño.
Entre tabaibas e higueras, una tierra de tosca. Un anciano y su cabra están cerca de una cueva.
―Hola don Santiago! ¿Cómo está hoy? ―pregunta la mujer, mientras los niños lo miran con curiosidad.
―¡Mejor, Isabel! Esto da hacerse viejo… Es una lata―dice Santiago.
Se despiden con la mano. Jairo acelera el paso. Se acerca a su madre.
―Mamá…¿ese viejo vive ahí?―pregunta Jairo curioso.
―Sí…, es una cueva grandota y se está calentito. Ya entré el otro día. No te preocupes, él está donde quiere estar.
Jairo se queda pensativo.
―Pero… Es viejo, ¿quién lo cuida?
―Si necesita algo lo pedirá y los vecinos estamos aquí para ayudarnos.
―Entonces… ¿Puedo venir aquí y preguntarle, por si necesita algo?
―Sí… Pero, Jairo. No seas pesado con él, y recuerda lo que te he dicho… ¡Con educación y respeto se va a cualquier lado! ¡No lo olvides!
―¡Vale mamá!
―¿Y yo? ¿No puedo venir? ―dice María mimosa.
―¡Tú eres una bebé! No vas a venir ―dice Jairo enfadado.
―¡No soy ninguna bebé! ¡Mamá, mira a Jairo! ―llora María.
―Algún día vendrás conmigo, María. Deja de llorar, por favor ―dice Isabel.
Llegan cansados, sedientos. La casa tiene dos cuartos y la cocina. El baño está fuera, en el patio. Unas vergas con ropa tendida, ondean con la brisa suave. Dejan la carga en el patio, junto a unas lecheras grandes.
―¡Tengo hambre! ―dice María.
―¡Bebe agüita! Si quieres coge un trocito de pan, porque aún no he hecho la comida―dice Isabel quitándose el pañuelo, acalorada.
―¿Hoy podemos ir a los charcos? Hace calor ―dice Jairo con la boca llena.
―Hoy no creo, tengo que ayudar a papi con los animales ―dice Isabel―. Y no hables con la boca llena, ¿qué educación es esa?
De una caja de madera cogió unas papas y las lavó en el fregadero. Luego, con agua limpia y sal gruesa, salió al patio, sobre unas piedras puso el caldero. Metió unas estillas de madera y encendió el fuego, luego puso dos troncos cruzados. Los niños salieron fuera, para jugar en la tierra. Unas gallinas detrás de unas tablas cacarean sin parar.
El sol del medio día salpica de calor y luz todo el lugar.
Más tarde.
Los niños están comiendo en la cocina. Sobre la mesa de madera unas papas guisadas, un mojo verde y en sus platos, dos huevos fritos deleitan a los niños. Isabel les pela las papas y se las pone en el plato. Un vaso de agua a cada uno y unos plátanos de postre.
―¡Buenos días familia!―dice un hombre joven mientras entra de la calle.
―¡Hola, papá!―dicen los niños.
―¡Parece que hay hambre! No me esperaron.
―Venimos del Espadar. Traje el millo que nos dijo doña Concha. Y tú, llegas más tarde, ¿qué pasó? ―pregunta Isabel.
―El camión llegó tarde y había que cargar las piñas. Y no veas el jeito que me di. Me duele todo el costado.
―¿Qué dices Juan? ¿Dónde te diste? ¡A ver! ―insiste Isabel preocupada.
―¡No es nada, mujer! Me voy a bañar. ¿Tú ya comiste?
―No. Estaba esperándote. Voy a sacar unas jareas. Vete a bañarte que te llevo la ropa. ¿Caliento agua?
―No hace falta, hace calor.
Juan sale al patio, aún se nota el calor de la leña. Coge el baño de latón y lo pone en el suelo. Saca agua de una garrafa, la vacía en otro baño más pequeño y se quita la ropa. Isabel le lleva una toalla. Juan se mete dentro del baño de pie. Coge una rabuda vieja se echa agua en el cuerpo. Luego se pasa el jabón por la piel. Quitándose el jabón con el agua limpia. Con la toalla empieza a secarse.
Juan es alto y fuerte, su pelo es de color castaño. Se enrolla la toalla en la cintura. Entra en la habitación. Isabel entra con prisa dejando la ropa de Juan en una silla. Los niños salen a jugar al patio.
―¿Cómo te diste?―pregunta Isabel mientras se quita las medias oscuras.
―Un pequeño accidente, no te preocupes―dice Juan.
―¡Déjame verlo!
―¡Que me dejes! Que no vas a ver nada. Mira que eres pesada.
―¿Yo soy pesada?―dice Isabel mientras se quita el traje oscuro.
Isabel tiene el pelo rizado y rubio. El corte juvenil le favorece. Resaltan sus ojos de un azul grisáceo sobre su tez de color miel. El falso beige cubría su hermoso cuerpo. Dejando poco a la imaginación. Juan la mira sin que ella se dé cuenta.
―¡Sí… pesada! ―dice Juan.
―¡Pues… jódete!― Isabel coge su lona y se la tira.
―¡Ay, Dios! ¡Qué dolor!―grita Juan cayendo sobre la cama.
―¿Te di? Lo siento mi niño, perdona. ¡Déjame ver!―dice Isabel acercándose a Juan.
Juan esperó sin mirarla, hasta que estuvo cerca. Con precisión, la cogió por la cintura y la abrazó con dulzura.
―¡Me asustaste!―dice Isabel entre besos y caricias―. No te lo voy a perdonar…
Dos cuerpos desnudos disfrutan enlazados, enamorados, en silencio. Mientras no lejos de la ventana, se escuchan las voces de los niños que juegan en la tierra del patio.
Un tiempo para la intimidad. Un tiempo para el amor.
Isabel se levanta, mientras Juan se viste.
―¡Ven a comer! ―dijo Isabel poniendo lo necesario en la mesa.
Juan entra con prisa en la cocina. Tiene puesto un pantalón de tergal marrón y una camisa de botones blanca. Un cinto sujeta su pantalón.
―¿Dónde vas tan guapo? ―dice Isabel.
―Tengo que hablar con don Julio. Quedamos en la plaza.
―Pero ¿no ordeñas las vacas?
―Después lo ago. Por cierto, acuérdame llevarme la lechera.
―Claro, ya está limpia. Si quieres las alcanzo yo a la cuadra con el millo. Hay que picarle la comida.
―Yo llego a tiempo, no te preocupes. Dame una hora y luego subes. Así acabamos más pronto.
―Mañana, cuando deje a Jairo en clase, riego las papas, están secas―dice Isabel mientras come.
Se escucha una llave en la puerta de la casa. Juan e Isabel se miran, alguien abre la puerta de su casa.
―¡Mamá! ¿Estás en casa? ―dice una voz conocida.
―¡Hija! ¡Qué sorpresa, cariño! ―dice Isabel levantándose de la mesa.
Las dos mujeres se abrazan. Los niños entran del patio corriendo.
―¡Blanca! ¡Vino Blanca, papá! ―gritan los niños.
―¡Cuidado niños que ensucian su vestido! ¡Qué guapa vienes! ―dice Isabel orgullosa.
―Papá ¿cómo estás? ―dice Blanca abrazando a su padre.
―¡Te echamos de menos! Tienes muchas cosas que contarnos. Ven y come con nosotros―dice Juan emocionado.
Toda la familia está en la cocina. Isabel pone un plato más. Mientras Blanca saca dos bolsitas de papel y le da una a cada niño. Contentos, le dan un abrazo a Blanca. Luego, salen al patio a comerse las chuches.
Blanca es una joven alta y delgada. Su pelo es de color castaño y liso como su padre. Vestía a la moda. Un traje rosa palo por debajo la rodilla, de manga corta con botones delante. Unos zapatos a juego con el bolso. Tiene veintitrés años. Cuando tenía trece años, convencieron a sus padres para enviarla a trabajar interna a una casa de ricos en Santa Cruz. Su tía Luz, que vive en La Laguna, intervino a tiempo. Blanca se queda con su tía desde entonces. Ahora estudia en la Universidad de La Laguna Filosofía y letras.
―¡Que elegante vienes! ¡Te has rizado las puntas del pelo!―dice curiosa Isabel.
―Me pongo unos rulos de noche, con el sombrero queda mejor el pelo ondulado ―dice Blanca―. Siempre he querido tener tu pelo mamá, y tus ojos. Pero, esto es lo que hay.
―Estás guapísima hija, yo envidio tu pelo lacio. Estos pelos que tengo yo, son tan rebeldes que siempre lo tengo con un pañuelo.
―Antes de que se me olvide. Te traje unos vestidos que mandó tía Luz. Dice que te quites el luto ya, que es una orden.
―Gracias, los usaré.
―Mañana me gustaría que vinieras a una reunión mamá. Es para hablar del sufragio femenino, la voy a presentar yo. Por eso he venido hoy, para prepararla.
―¿Qué es eso del sufragio? ―pregunta Juan.
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―Estamos pidiendo igualdad entre hombres y mujeres papá. Entre otras cosas queremos que la mujer vote en igualdad con el hombre.
―Me parece interesante y difícil cometido hija. Pero las tengo que dejar, tengo una reunión con el jefe ―dice Juan levantándose de la mesa.
―Nos vemos más tarde papá ―dice Blanca dándole un beso.
En el bar.
Juan se reúne en el bar que está cerca del ayuntamiento. Unas puertas de madera verdes están abiertas de par en par. Unas mesas cuadradas, una barra de madera oscura y rayada al fondo. Detrás, unas repisas con algunas bebidas y un garrafón en una esquina. Se sientan en una mesa, frente a la ventana. Fuera, una esplanada de tierra, al fondo la iglesia. Luís entra al bar muy elegante. Era uno de los grandes propietarios del pueblo de Buenavista. Todos lo saludaron con respeto, sobre todo a Luís, un terrateniente muy adinerado del pueblo. Sus fincas dan trabajo a muchos jornaleros. Se sienta en la mesa con Juan. El mesero les sirve dos vasos de vino tinto y unas aceitunas.
―¿Cómo estás Juan? Tenía ganas de verte, hombre―dice Luis amigable.
―Bien don Luis. ¡Usted dirá!―dice Juan.
― Juan, eres un buen gañán, ya me lo habían dicho, pero eres mucho mejor. La leche, limpia y puntual. Las vacas, bien atendidas. El estiércol para las huertas y todo organizado. ¡Enhorabuena, hombre!
―¡Gracias por el cumplido!
―Hay dos bacas para parir. Te quería decir, que uno de esos terneros es tuyo―dice Julio.
―Gracias, nos vendrá muy bien, necesitamos murar el solar.
―La otra, si nace hembra, estoy pensando en dejarla para leche. ¿Qué piensas tú?
―En el establo cabe, ninguna está para quitar.
―Y te harías cargo de una más o es mucho para ese establo.
―No crea, están bien.
―Le he pedido al encargado de la platanera que te envíe un peón para ayudarte. Coge las bellotas que necesites de la platanera.
―No se preocupe, lo vamos viendo.
La voz de los hombres del bar sube de tono. Una discusión acalorada ocupa la atención de todos.
―¿Una reunión de mujeres para hablar de política? ¡Qué dices muchacho! ¡A lo que hemos llegado!―dice un hombre bajito de ojos claros.
―Estamos en 1933. Ya hace tiempo que abdicó el Rey. Ya no está Primo de Rivera. Estamos en la Segunda República. Manuel Azaña quiere modernizar el país. Así que el sufragio femenino, el voto de la mujer es una realidad. No tengas duda…―dice el más joven.
―¡Pero… muchacho! ¡Qué coño sabe una mujer de política! Te digo que, si eso sale, es que, el fin del mundo está cerca. ¡No seas bobo! La mujer está para cuidar la casa, la familia, ¿qué más quieren?
―Quieren votar. Ya se aprobó el 1 de octubre de 1931. Ahora en 1933 toca, quieren estar presentes en las cortes. En resumen, quieren la igualdad―dice el joven.
―Este mundo se va a la mierda, te lo digo yo. Mi mujer no va a esas reuniones, ni que se le ocurra, que soy yo el que lleva los pantalones.
―Y si quiere ir, ¿se lo vas a impedir?―pregunta el joven.
―Dos tortas, y suficiente. Patita quebrada, dentro de casa―dice el más viejo mientras los demás asentían con la cabeza.
―No pueden evitar que el mundo se modernice, todo llegará.
El bar se llena de comentarios.
―Parece que la cosa está movidita ―dice Luís.
―Si quiere hablamos fuera ―dice Juan.
―No te preocupes, ya hablé lo que quería contigo. Estamos de acuerdo entonces
―Si, claro don Luís.
―Juan, ¿tú hija es la que va a dar la reunión? ―pregunta el más joven acercándose a su mesa.
―Estamos hablando. ¿Es que aquí no se respeta a nadie? ―pregunta Luis enfadado.
El silencio inunda la estancia. Todos miran al suelo sumisos. El joven se acerca a la barra. El mesero los mira a todos con cara de enfado.
―Disculpe don Luís, no volverá a pasar. Le invito a otro vaso de vino. Perdone…
―Solo busco tranquilidad. Si quieren hablar de política, ahí al lado está el ayuntamiento.
―Cierto señor. Perdone ―se disculpa de nuevo el mesero.
Los susurros llenaron la estancia. Juan está incómodo. Se toma el vino que queda en el vaso. El mesero intenta llenarlo de nuevo, pero Juan lo tapa con la mano.
―No, no quiero más vino, aún me queda faena ―dijo Juan―. ¿Necesita algo más don Luís?
―¿Es cierto que tu hija da la reunión? ―preguntó Luís.
―Sí, está acabando los estudios, y la comprometieron para dar la reunión en la zona norte. Yo no…
―No sigas Juan. Tu hija es joven, se crio en La Laguna. Tiene las ideas revolucionarias de la juventud. Tú no tienes ninguna culpa, hombre. La república de Azaña nos hará mucho daño.
―Lo siento don Luís, no puedo hacer nada.
―Ya lo sé… Tranquilo. Mis hijas también están en la capital y tienen esas ideas locas. El dichoso sufragio universal. Espero que cuando se casen y me den nietos, se les quite esas ideas. Yo las dejo que hablen, que se ilusionen. Pero, pienso que la mujer no está preparada para votar. Lo que ocurrirá es que votará lo que le diga el cura o el marido.
―Yo no entiendo de política. Verla feliz e ilusionada me llena el alma. No creo que hagan daño con esas reuniones, para ellas es algo nuevo, importante.
―Estoy de acuerdo. De todas maneras, no llegará ese día, el voto para la mujer aún está lejos. El gobierno se inventará algún tecnicismo, y lo dejarán para más adelante, ya verás.
―Me voy, que aún me queda trabajo que hacer.
―Bueno Juan, nosotros a lo nuestro. Sigue con tu buen trabajo Juan, y ya sabes, eres dueño de uno de los terneros. Si nacen los dos guechos, pues compraré una ternera.
―Si necesita más leche, le puedo dar de la ordeñada de la mañana.
―¡No, por Dios! De eso nada, seguimos igual. Cuando nazcan nos vemos de nuevo Juan, cuídate. Dale recuerdos a tu mujer.
―¡Serán dados! Mas tarde le dejo la ordeñada en su casa, como siempre.
Salen del bar, dejando dentro un murmullo que crece por instantes.
La reunión.
En una de las casas del pueblo se reúnen las mujeres. Blanca está repasando el guion para la reunión, esta vez en Los Silos. Algunos jóvenes acuden también, unos por curiosidad, otros siguiendo a las mujeres. Un joven alto está con Blanca.
―Estoy un poco nerviosa Alberto. Parece que aquí, hay alguna mujer más ―dijo Blanca.
―Esta reunión es la última, no te agobies. Acuérdate de lo que dijo la Azucena Roja «Una persona que escuche lo comenta a varias y esas a otras». No te preocupes, lo estás haciendo muy bien ―dijo Alberto.
Blanca empieza contando la intervención de Clara Campoamor el 1 de octubre de 1931, en el Pleno de las Cortes Constituyentes, durante la II República. Cómo defendió el sufragio universal, es decir, defendió que la mujer pudiera votar en las elecciones en igualdad de condiciones como el hombre. Blanca enseña fotos, reparte el discurso.
Habla del papel político de Isabel González, la Azucena Roja, del Partido Comunista. Comenta sus palabras:
“Poco a poco va apoderándose de la mujer un afán de libertad y una sed de justicia que ya se nota en gran manera la influencia seductora que ejerce sobre ella el ideal socialista para regenerarla y emanciparla del actual régimen social.”
―¿Qué piensan hacer con la iglesia? ―comenta una señora al final del salón.
Todas buscan la voz que interrumpe. Cinco mujeres caminan hacia Blanca.
―Me llamo Cande, nosotras somos anticlericales y mi pregunta es, ¿qué piensa hacer su partido si gana con la iglesia?
―Respetamos las creencias de todas las personas. Pero, siempre y en cada religión dentro de sus templos. Sin procesiones, ni nada fuera de su lugar. Recuerden que ahora está prohibido celebrar procesiones de Semana Santa, por ejemplo ―contestó Blanca un poco nerviosa.
―Deberíamos quemar esas iglesias y todas las cruces que hay en los caminos…
―Esta reunión es para que toda mujer conozca sus derechos. La mujer tiene una luz en su futuro, y el 19 de noviembre deben votar, sin miedo, estamos unidas en esto, está conseguido y lo vamos a hacer juntas.
Un revuelo conmociona a las personas del salón. Olor a leña quemada, murmullos subidos, temor. Las personas del salón se dispersan, dejan vació el espacio frente a Blanca y Alberto.
―Si eres una mujer de hoy, valiente y quieres demostrarnos que podemos votar en tus elecciones… Toma, queremos verte quemar la iglesia ―grita Cande con una cruz de madera ardiendo ―. ¡Votaremos todas si tú lo haces ahora!
―Pero… Señora ¿Qué hace? Suelte eso que nos quemamos todos aquí. Apague eso por favor…― gritó enfadado Alberto, mientras ayudado por otros jóvenes le quitan la cruz ardiendo.
Las mujeres anticlericales salen gritando del salón empujadas por los jóvenes. Tienen que abrir las ventanas y la puerta que da al patio, para que salga el humo del salón.
―Lo siento, no estoy a favor del anticlericalismo. Creo en el respeto a todas las creencias, al respeto de todas las personas… Lo siento, me han puesto nerviosa ―dice Blanca.
―Les rogamos esperen un segundo. Esta reunión aún no ha terminado, les agradecemos su paciencia ―dijo Alberto al público.
Blanca se sienta colocando sus papeles nerviosa. Isabel, su madre se reúne con ella, le susurra mientras coge sus manos con dulzura.
Otras cuatro mujeres entraron al salón.
―¿Ya terminaron? ¿Llegamos tarde?
―Pasen por favor ―dijo Alberto.
Las mujeres sonriendo se asomaron a la puerta y llamaron a otras con la mano. Ocho mujeres más entraron contentas.
―Cuando vimos a esas chifladas salir de aquí, es cuando decidimos que teníamos que entrar― dijo la más joven.
―Esas locas destruyen las cruces, queman todo lo que tenga que ver con la iglesia. La policía las vigila, tenemos miedo de que queme nuestra iglesia ―dijo una anciana.
―Estamos aquí anunciando que toda mujer mayor de 23 años puede y tiene el derecho al voto. Queremos que todas las mujeres conozcan sus derechos, queremos que ustedes decidan y sepan cómo hacerlo solas. Eso es lo importante, que lleven el mensaje y que todas las mujeres que tengan oportunidad voten en estas elecciones ―dice Blanca con más ánimo.
La reunión sigue su curso. Blanca enseña lo que es la urna, las papeletas y como es la rutina de votar. Un proceso sencillo, antes exclusivo a los hombres. También, con gran emoción anuncia una reunión en Icod, esta vez vendrá en persona la Azucena Roja, María González.
Las elecciones.
19 noviembre de 1933
En Buenavista y en toda España se preparan para un día especial. Es domingo y muy temprano se reúnen los encargados de colocar la mesa, la urna, unas sillas y todo lo necesario. Blanca, junto a su madre y amigos esperan ansiosos el momento. Algunas mujeres nerviosas y decididas ya están haciendo cola. Se abre la puerta y entran una a una mientras las demás observan desde fuera. Así pasa el día, hombres y mujeres votan en las elecciones. Algunos hombres protestan, miran mal a las mujeres que votan, en muchos casos las insultan. La Guardia Civil y otros representantes de los partidos mantienen el orden. Todo sigue su curso.
Unos días más tarde en un bar de La Laguna. Mientras el frío cortante del invierno intenta frenar la vida. Los jóvenes se reúnen frente a una taza de chocolate caliente y unos churros, desafiando el mal tiempo.
― Mira lo que dice la prensa Alberto ―dice Blanca con la prensa en la mano―. «Más de siete millones de mujeres han puesto su primer voto en las urnas. Gana las elecciones el Partido Republicano Radical (PRR) con el apoyo de la derecha católica la CEDA».
―Bueno, nada es gratis. Sabíamos que la mujer es más conservadora y está apegada a la religión, así que… Este es el resultado ―dice Alberto con gesto de preocupación.
―¿Que van a hacer ustedes?
―El PSOE, mi partido no se va a quedar parado. Nos han expulsado del gobierno. Se espera una revolución laboral muy fuerte y vamos a liderarla.
Alberto coge la mano suave de Blanca. La mira a los ojos.
―Entendería que me dejaras ahora. Me voy a implicar mucho, y sabes lo que quiero decir. No puedo formalizar nuestra relación como quisiera. Te quiero Blanca, pero no puedo ponerte en peligro.
―Lo entiendo, me conformo estando a tu lado. Pienso apoyarte en esto, la mujer también es trabajadora y…
―No. No… La derecha tiene a la Guardia Civil de su lado, las represiones serán brutales. No quiero que te pase nada.
―No puedes impedirlo, daré charlas a las mujeres sobre nuestros derechos laborales y lo demás vendrá solo.
―Es peligroso Blanca. Te pido por favor que te quedes al margen.
―No puedo quedarme al margen, estoy con la Azucena Roja. No me pidas eso…
―Pues, hay que tener cuidado, son peligrosos. Iré contigo, y si no puedo, mandaré a alguien de mi confianza, no dejaré que te hagan daño.
―Gracias, te quiero…
Los dos se miraron con deseo. Siguieron pasando la tarde de invierno juntos.
Septiembre año 1934
Alberto se reúne con su grupo de partido. Tienen un mitin en Icod de los Vinos. La crisis, la pobreza, las medidas tan revolucionarias que mejorarían a la clase trabajadora no llegan. Las promesas se incumplen. Los salarios no suben, la inseguridad y las armas ponen en jaque a la población. Mientras los grandes propietarios y la iglesia presionan más de lo que se puede soportar.
―Alberto ¿Qué te ha pasado? ―dice uno de sus compañeros―. Tienes sangre y tu chaqueta está rota.
―Voy a limpiarme detrás. ¡Fascistas de mierda! Me atacaron unos cabrones, no querían que hablara hoy. Pero se van a joder, esto no me parará. Déjame tu chaqueta.
El mitin fue un éxito, los trabajadores gritaban “huelga general”, “Revolución obrera”. La violencia, la muerte se instauraba en los pueblos, las milicias fascistas el día 29 de octubre de 1933 fundaron su partido en España, la Falange Española (FE). Ahora, con el apoyo de la derecha católica, de los grandes propietarios y la Guardia Civil. Solo era cuestión de tiempo que todo explotara.
Buenavista, octubre 1934
―Blanca, cariño has venido ―dijo Isabel abrazando a su hija.
―Alberto insistió en que el mejor sitio para estar hoy era contigo mamá ―dijo Blanca sacando las chuches para sus hermanos.
―Yo sabía que entre ustedes había algo…
―Estamos esperando que pase el temporal. Está todo tan revuelto que da miedo. ¿Dónde está papá?
―Está trabajando.
―Aquí ¿sabes algo de la huelga?
―Hay un rumor muy fuerte, pero está atajado, hay miedo.
―Todo el país está con la huelga revolucionaria. Conmigo han venido unos cuantos, del equipo de Alberto, socialistas revolucionarios. No quieren que vuelva a ganar la derecha conservadora. Quieren una República obrera, una República libertaria.
Las mujeres se sobresaltaron. Disparos, gritos, se asomaron a lo alto de la azotea subiendo por una escalera de madera. Un grupo de hombres caminan juntos al grito de “huelga general”. Cada vez son más los que siguen al grupo revolucionario, algunas mujeres se unen a ellos.
―¡Tengo que ir mamá!
―Blanca no… Déjalo por favor, no vayas, hay disparos y la Guardia Civil no tardará en arrestarlos.
―Mamá no te preocupes, aquellos que van delante son mis amigos. Estaría mal que no participara, soy parte de eso mamá y me siento orgullosa. Me voy, no te preocupes por mí.
―Hija, tengo miedo. No quiero que te arriesgues.
―Te quiero mamá.
Blanca sale de su casa. Algunas mujeres se le unen en el camino, cogidas por los codos caminan unidas junto a los hombres del pueblo. Su corazón rebosa energía, fuerza, orgullo de pertenecer al grupo del cambio, de la lucha.
La Guardia Civil dispara al aire. Intenta frenarlos, que se dispersen. Pero no lo consiguen. Los gritos aumentan, juntos siguen acercándose al ayuntamiento. Al final, la Guardia Civil arresta a los cabecillas de la revuelta metiéndolos en la cárcel. Disuelven la revuelta con disparos al aire y dando palos a los manifestantes.
Blanca comunica todo a la central del partido Socialista. La revolución de octubre en Buenavista del Norte fue muy importante. Así lo reconocieron en el partido y en la historia política de España.
La represión de los terratenientes es evidente. Todos los que participaron en la huelga tienen problemas en su trabajo, en sus vidas. Los falangistas, la Guardia Civil, la derecha católica. Muchos frentes poderosos, contra obreros desamparados.
Unos días más tarde.
En la costa de Buenavista, una bahía y unos charcos se nutren de un mar inquieto. El agua transparente y multicolor a la vez acaricia la vista y su piel.
―¿Podemos ir a la bahía? ―pregunta Jairo mientras nada dentro de uno de los charcos.
―La mar esta mala Jairo. Aprovecha que está vacía y podemos bañarnos aquí ―dice Blanca relajada.
―Pues mírame como me hundo.
Blanca está sentada en una piedra oscura. Viste un pantalón corto y una camisa negra. Ya se metió en el agua, ahora toca coger sol un rato, sin perder de vista a sus hermanos. María está jugando en un charco con poca agua.
El mar la relaja, su sonido incansable, su olor, su sabor. Esta bahía es su lugar favorito. Siempre que puede, baja a la costa para disfrutar de su tranquilidad y en ocasiones de un baño refrescante.
―¿Cómo estás Blanca? ―dice Alberto.
―¡Madre mía! Qué susto… ¡Has venido! Pero no decías que tenías un mitin.
―Y lo tengo, en Icod esta tarde. Tu madre me dijo que estabas aquí con los enanos.
―Este lugar me encanta. Me relaja, la verdad.
―¡Hola! ¿Te bañas?―dice Jairo sacando la cabeza del agua.
―¿No está fría? ―pregunta Alberto sonriendo.
―No, también podemos ir a la bahía ―dice Jairo.
―A la bahía no. Hoy no se puede, no insistas ―recalca Blanca.
María saluda desde su charco privado. Alberto se quita la ropa, se queda en pantalones cortos. Se mete primero con María para probar el agua. Luego con Jairo en el charco más profundo. Alberto y Jairo se divierten en el agua salada
―¡No me mojen! ¡Qué ya estaba seca! ―dice Blanca mirando a los culpables.
Pasaron una tarde divertida en la costa de Buenavista. Cuando refresca la tarde, suben los cuatro por una vereda entre tabaibas y verodes. Luego comienza el camino de tierra entre fincas muradas, hasta el barrio.
Se quitaron la sal en el patio de la casa. Después de vestirse entraron en la cocina.
―Tienes varias cicatrices en tu cuerpo, ¿Qué te ha pasado? ―dice Blanca.
―Tiempos difíciles. Y ahora que me acuerdo, en los días de la huelga, te dije que vinieras, pensando que aquí, en un pueblo tan distante y pequeño no estarías en peligro. Y mira, fue una de las huelgas laborales más importantes de Canarias.
―Ya, pero la gente lleva tiempo con problemas. Fue muy gratificante la sensación que teníamos ese día. Pero, las represalias, están siendo demoledoras. Algunos trabajadores se han tenido que ir del pueblo.
―Hola Alberto, ¿ya tomaste café? ―dice Isabel.
―Pues no y se lo agradezco ―dijo Alberto―. ¿Dónde está su marido?
―Está en el patio poniendo unos bloques de la montaña para cerrarlo ―dijo Isabel desde la cocina.
―¿Dónde vas? ―pregunta Blanca cogiéndole la mano.
―¡Cosas de hombres, mujer! ―dijo Alberto guiñándole un ojo.
Isabel la mira, como una madre mira a su hija. Por la ventana que da al patio, ven a Alberto con las manos en los bolsillos, señal de que está nervioso. Es muy alto le saca una cabeza y media a Juan. Los dos frente a frente hablan. Isabel abraza a su hija con cariño. Los hombres se dan la mano. Alberto se remanga su camisa y empieza a ayudarle con el muro. Mientras, los niños juegan en la otra esquina del patio.
―¡Vamos a llevarles el café! ¿Se quedará a comer? ―pregunta Isabel entusiasmada.
―No lo sé, ¿por qué sonríes tanto, mamá?
Isabel se ocupa de la comida. No es una buena época, pero, lo poco que tienen es suficiente. Blanca está emocionada. Alberto, está más relajado. Los niños no son indiferentes con la situación.
―¿Cuándo se casan? ¿Blanca, nos llevas a tu boda? ―pregunta María mimosa.
―¡Eres tonta, niña! Blanca vive lejos, no podemos ir y tu menos que eres un bebé ―dice Jairo muy serio.
―¡Basta niños! Es pronto para hablar de esas cosas. Si ya terminaron de comer, mejor vayan a jugar ―responde Isabel.
―¡La culpa es tuya! ¿No puedes estarte calladita por una vez? ―dice Jairo enfadado.
―No se peleen, no me hagan enfadar, por favor… ―dijo Isabel impaciente.
El día transcurre en familia. Poco hablan de política. Alberto les explica que hasta que todo termine, nada cambia entre ellos. Hay que tener paciencia.
Año 1935
Alberto y su equipo hablan con sus seguidores, con los trabajadores. Procuran ir a todos los pueblos. Intentan apaciguar el miedo a la represión, a las amenazas. Sembrando la ilusión en las próximas elecciones. Seguir con la lucha, seguir sin rendirse. Alberto entusiasma a las masas. Deja un buen sabor de boca, con la esperanza de un nuevo gobierno favorable al pueblo.
La unión hace la fuerza, los Socialistas, anarquistas y comunistas se unen en uno solo, el Frente Popular. Ese es el partido del pueblo, ese es el que ganaría las próximas elecciones democráticas, previstas el 16 de febrero de 1936.
No se separa de su equipo. Está amenazado, la Falange lo considera peligroso. Le aconsejan que se aleje de sus rutinas y que no se quede solo. Una vez se ganen las elecciones, ya todo volvería a su curso normal.
―¿Quién llama?
―Llamo de Buenavista, soy Raúl, me dijeron que llamase si tenía información importante. ¿Con quién hablo?
―Hola Raúl, soy Pedro. Encargado de la FE en el norte.
―Se dónde encontrar al susodicho. En ese lugar está solo.
―¿Y cómo llego a tiempo?
―Le avisaré antes y tendrá varias horas. Podrá llegar a tiempo no se preocupe.
―Si todo va bien Raúl, recibirás tu recompensa.
―¡Gracias, señor!
Las elecciones, 1936
Blanca está relajada mirando el mar en su bahía favorita. Alberto llega pronto al lugar, se arriman a un entrante en la roca, hace viento y la mar está un poco violenta. Los dos se acarician.
―Ya está Blanca, hemos ganado las elecciones. El Frente Popular gobernará España.
―Entonces, ¿ya podemos vivir tranquilos?
―No digo que lo tengamos fácil, pero… ¡Tengo tantas ganas de gritarle al mundo nuestro amor!
La tarde pasa entre caricias y besos. El ruido de las olas, de la brisa continua, no impiden que sus corazones se unan igual que sus labios. La tarde termina, la luz del sol moribundo riega un naranja rojizo que tiñe las nubes. La oscuridad empieza a colarse entre las rocas. Es hora de volver a casa.
―¡Qué pareja más bonita! ― Una voz profunda, una silueta inconfundible―. Levanta las manos Alberto, no hagas tonterías.
Dos hombres se acercan pistola en mano. Uno de ellos agarró a Blanca separándola de Alberto. Blanca intenta soltarse, la pistola se clava en su cintura.
―Pedro, Ya me tienes. ¡No le hagas daño! Esto es entre nosotros, déjala ir ―dice Alberto.
―Tira la pistola delante de ti ¡Arrodíllate y pon las manos en la cabeza!
―No le hagan daño, Alberto no… ¡Déjame! Sé quién eres. Eres Raúl un falangista… ―Raúl le tapa la boca con violencia.
―Te arrodillas y terminamos pronto, o prefieres que la mate a ella delante de ti.
Alberto se arrodilla, tira su pistola, pone las manos en la cabeza. Pedro, con la punta del pie tira la pistola al mar.
―Ella no me interesa, solo he venido a esta mierda de pueblo a por ti. Te digo una cosa, ganar las elecciones no sirve de nada, ya está en marcha el golpe de estado y esta vez será el definitivo. Pero tú, me has tocado mucho los cojones.
Un disparo en la cabeza, Alberto cae hacia atrás. Otro disparo en el pecho.
―No… No. ¡Asesino! ―gritó Blanca soltándose de Raúl.
Blanca intenta llegar a su amado. Raúl tropieza con las piedras en la leve oscuridad. Pedro le da una patada al cuerpo de Alberto, tirándolo al mar embravecido. El grito de Blanca llena la bahía de dolor y angustia. Raúl llega a ella, intenta callarla, amenazarla, pero Blanca está ciega de dolor. Se aferra a Raúl desesperada, agarra su pistola. Raúl, la empuja con fuerza. Blanca cae sobre las piedras, un golpe mortal en su cabeza, la silencia para siempre.
―¿Está muerta? ―pregunta Pedro.
―No pude evitarlo, joder. ¡No quería esto! ―dice Raúl acercándose al cuerpo de Blanca ―. Sí, está muerta.
―¿Qué es eso? ―dice Pedro señalando una luz a lo lejos.
―Ese seguro es Donato, suele ir a pescar a ese sitio. Vive en esa casa de arriba.
Pedro se queda mirando el cadaver de Blanca. Apenas había luz. Se agacha sobre su cuerpo con una navaja le quita la ropa interior y la tira no muy lejos. Le quita el pañuelo del cuello a Blanca y lo moja en su sangre. Luego lo frota por sus muslos.
―Toma, quiero que lo dejes muy cerca de la casa de Donato ―ordena Pedro.
―Pero señor… Tiene tres hijos. No creo que…
Pedro empezó a subir la costa, Raúl, confundido, subía detrás de él con el pañuelo en la mano.
―Tu decides, o lo dejas en su casa o te lo quedas tú. Necesitamos una cabeza de turco. No sabemos si ha visto algo, pero si encuentran esto escondido en su propiedad, lo que diga no valdrá nada. Tú decides. Nos vemos pronto.
Raúl caminó a oscuras hacia la casa de Donato, para cumplir su misión.
El pueblo de Buenavista llora la muerte de una mujer tan valiente. Fue fácil encontrarla, en la bahía que tanto le gustaba la encontraron sin vida. La Guardia Civil busca al culpable.
Isabel y Juan lloran su pérdida. Los vecinos no los dejan solos, sus amigos están muy cerca, apaciguando su dolor.
La Guardia Civil entra en la casa y detrás algunos hombres importantes.
―Sentimos su pérdida. Estamos aquí porque tenemos noticias sobre el asesinato de Blanca Gil ―dice uno de los Guardia Civiles.
―¡Mi niña! Mi niña, no está ―llora Isabel.
―Ya parece que tenemos al culpable, lo están interrogando en el cuartel, pero las pruebas hablan por sí solas.
―¿Quién es usted? Logra decir Juan entre lágrimas.
―Me llamo Pedro, soy el encargado del caso. Les aseguro que este caso es importante para nosotros…
―¿Quién a sido? ¿Fue Alberto? ―pregunta con rabia Juan.
―No, imposible. Fuimos a buscarlo a la pensión de siempre y hacía tiempo que se había ido. Fue un tal Donato, un vecino de Buenavista que parece que fue a pescar y se antojó de su hija. Pagará caro este asesinato, eso téngalo claro.
―¿Y Alberto? ¿Dónde está Alberto? ―pregunta Isabel.
―Él embarcó, creemos que para la península. Lo enviamos a buscar, para darle la noticia. Su barco zarpó antes de que ocurriera el asesinato. Se llevó los documentos, y algo de ropa, no sabemos sus planes. El señor Alberto es inocente, pero no sabemos dónde está.
―¡Mi niña! ―llora Isabel sin consuelo, mientras abraza a Juan.
La Guerra Civil comienza su andadura, en una España dividida y palpitante.
TenecaЖ